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De revolver la basura a empresaria social: la historia de Cristina Lescano

Cristina Lescano, la directora, es “la jefa”. Así se refieren a ella cuando preguntan dónde encontrarla. “La jefa está trabajando, ya sale”, dice un hombre de unos cincuenta años mientras nos invita a pasar. Adentro, en una especie de sala de espera con sillas que dan a su oficina, se acerca Taison, un perro mestizo con la apariencia de un ovejero alemán que frota su cuerpo contra las piernas de esta cronista y el fotógrafo que viene a retratar a su dueña. En los rincones abundan neumáticos de autos pintados de rosa y naranja que hacen las veces de macetas. Al alzar la vista, una bandera de protesta naranja cuelga de la baranda del entrepiso. Se leen, entre otros reclamos: “Exigimos herramientas de trabajo, medidas de seguridad e higiene; en contra de la reforma de ley del gobierno porteño que propone incinerar la basura”.

 

Cristina tarda en salir. Se la escucha hablar en tono de queja durante algunos minutos: “Si mañana hay paro de bancos la gente no va a poder cobrar”. Son los primeros días del mes y se quiere asegurar de que todos los socios reciban el dinero que les corresponde antes del fin de semana. Saluda y pide que la sigamos con un ademán. Al costado de la oficina y detrás de una puerta que está cubierta por una cartulina de control de asistencia, aparece un galpón de grandes proporciones. Toneladas de “basura” apilada, máquinas y entre diez y quince personas que trabajan arman el paisaje. Inesperadamente, casi no hay olor. “No es basura, es material reciclable”, aclara Cristina ante la consulta. “¿Huevo, qué pasó? Un reloj así grandote te voy a comprar”, le dice a uno de los trabajadores que admite haber llegado tarde porque se quedó dormido. Intenta concentrarse en la entrevista pero interrumpe su relato más de una vez para dar indicaciones.


Cristina Lescano tenía 36 años cuando en el contexto de la hiperinflación de 1989 viajó desde Trelew —donde vivía con sus tres hijos— a Buenos Aires para buscar trabajo. Cuando llegó, se instaló en una casa tomada de Palermo junto a Martín, el más chico de sus hijos, y otras cuatro familias. “Era horrible vivir así. Esa casa tenía dueño, podía venir de la noche a la mañana y sacarte de ahí”, dice. Formó parte de la primera camada de cartoneros que revolvían la basura en búsqueda de material que luego vendían a depósitos por poco dinero. “No es lindo cirujear -reflexiona-. Ahora está mejor visto porque la sociedad ya lo aceptó, pero en esa época éramos mirados, nos llevaban presos, nos sacaban los carros”. Recuerda la primera vez que salió a la calle. Ahora lo cuenta con liviandad, pero confiesa que sentía vergüenza y salía escondida detrás de un gorro y una bufanda aunque era de noche. No lo sabían, pero su trabajo de reciclaje era indispensable para combatir la contaminación. “Lo hicimos por necesidad, para tener algo para comer al final del día”, cuenta.

 

El tiempo les dio herramientas para manejarse mejor y se dieron cuenta de que si vendían lo que recolectaban en conjunto conseguían más dinero. Esa fue la primera semilla de El Ceibo, la cooperativa de cartoneros que lleva el nombre de la flor nacional y popular. De cincuenta personas pasaron a ser cien, de cien a ciento veinte y el crecimiento les empezó a exigir una estructura legal, que encontraron en la cooperativa.


 

Al principio hicieron un trabajo titánico para concientizar a los vecinos. Se identificaban con pecheras y ellos les entregaban bolsas con cartones, papel, bolsas de nylon, botellas PET, tetra pack y vidrio. En 2003 el Estado les facilitó el galpón, donde clasificaban los residuos y los empaquetaban para venderlo a empresas que lo reutilizaban para la fabricación de productos. “Nosotros tenemos un tesoro que otros necesitan”, afirma Cristina. Emocionada, recuerda que iban a pescar a la Costanera todos los días para comer y así evitar gastar el poco dinero que tenían.

 

Con la llegada de la ley porteña 992 ese mismo año, obtuvieron un marco regulatorio que desde entonces los reconoce como un Servicio Público. De a poco y a fuerza de dedicación, incorporaron otra oficina administrativa ubicada en Palermo, electricidad, agua, camiones para recolectar los residuos, un comedor, máquinas para automatizar el proceso, casi 5500 generadores que separan los residuos, clientes que pagan por el servicio y, actualmente, trabajan 302 socios provenientes de la villa 31, Gonzalez Catán, Villa Fiorito, entre otros, con un sueldo de 15.000 pesos para arriba por una jornada de 8 horas que empieza a las 7 de la mañana.

 

La cooperativa logró la sustentabilidad del negocio a partir del dinero que reciben de las empresas que completan el círculo de reciclaje y el subsidio mensual del Gobierno de la Ciudad. “De Europa nos vienen a ver porque no pueden entender cómo hicimos de pasar de laburar en la calle a laburar acá”, cuenta orgullosa. Además, recibieron premios internacionales y viajan por el mundo para dar a conocer su trabajo.

Cristina se despierta a las 4 de la madrugada. Piensa. Ceba algunos mates. No toca el celular hasta las 6:30, cuando la pasan a buscar para ir al Centro Verde. Por la tarde, se dirige a la sede de Palermo para coordinar la logística. A veces, va a reuniones en comisarías donde, por ejemplo, discuten sobre los delitos del barrio. Llega a su casa cerca de las 21 y descansa. Cuando hay fines de semana largos, como el de Semana Santa, no sabe qué hacer con su tiempo. “Esto es mi vida. Soy la mamá de todos. A veces digo que me gustaría tener una mamá”, afirma.

Cuando ve que Teresa, una de las mujeres que trabaja en el galpón está a punto de ser tapada por los residuos, se dispersa. “¡Teresa, cuidado, correte de ahí que te va a tapar!”, exclama. Toma esa situación como disparador para hablar de cómo se abrieron paso en un ámbito donde hay mayoría de hombres: “Nunca me voy a olvidar cuando íbamos a los primeros depósitos y se ponían incómodos porque había baños para hombres y no para mujeres. Nosotras rompimos muchos mitos”, dice, y añade: “Nos juntábamos para conseguir cosas, como un médico en Palermo que nos daba pastillas anticonceptivas sin costo”. Está orgullosa de su pelo de peluquería, lacio, brilloso y cuidado: “Antes estaba toda roñosa. Ahora las chicas se van de acá como modelos, con ropa nueva que donan las vecinas”.

 


La inclusión social es uno de los pilares de la cooperativa y Cristina lo resalta en varias oportunidades: “Yo dejé muchas cosas por El Ceibo, pero no me arrepiento. Gané a toda esta gente. Tienen un lugar de pertenencia que yo no tenía. Cualquier cosa que les pasa me llaman. Lo más maravilloso es ver que están estudiando, que pueden sacar un crédito. Por más que después rezongue y a veces nos peleemos, hay muchas cosas lindas acá adentro”, dice. Eso sí: se asegura de que todos reciben el sueldo acorde a su trabajo.

 

Fuente: La Nación.

 

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